martes, 14 de abril de 2015

Eduardo Galeano. El hereje

Por Daniel Gatti | Rel-UITA

“Nos estamos quedando sin mundo. Los violentos lo patean, como si fuera una pelota. Juegan con él los señores de la guerra, como si fuera una granada de mano; y los voraces lo exprimen, como si fuera un limón. A este paso, me temo, más temprano que tarde el mundo podría no ser más que una piedra muerta girando en el espacio, sin tierra, sin agua, sin aire y sin alma”, escribía Eduardo Galeano en 2004 en su “Carta al señor Futuro”.

“Yo le pido, nosotros le pedimos, que no se deje desalojar. Para estar, para ser, necesitamos que usted siga estando, que usted siga siendo. Que usted nos ayude a defender su casa, que es la casa del tiempo”.

Galeano transcurrió gran parte de su vida en tiempos de certezas para muchos de quienes peleaban por un mundo mejor. Pero decía que las certezas no eran lo suyo, que él había tenido y rebasado su dosis de ortodoxia cuando de niño y adolescente había rondado el catolicismo y que prefería, de lejos, a quien dudaba que a quien andaba por el mundo proclamando “seguridades inhumanas”.

“Soy un hereje de larga data”, escribía, y respondía a quien le criticaba supuestas infidelidades a causas varias que quien se pasea por allí repartiendo ortodoxias de un signo termina por lo general repartiendo ortodoxias del signo contrario, y que estaba superpoblado el planeta de casos despreciables de ese tipo.

Desde esa perspectiva no dejó nunca, por ejemplo, de defender a Cuba. O más recientemente a Venezuela. También desde esa perspectiva no dejó nunca de criticar a los gobiernos progresistas latinoamericanos.

Aborrecía de las agachadas de algunos de ellos ante “los poderes que siguen mandando aunque hayan perdido una parte del mango de la sartén”, tuvieran esos poderes “la espada o el dinero como símbolos”.

“Creo en la libertad de conciencia, creo que uno tiene no solamente el derecho, también el deber de contradecir, de criticar, de dudar, de coincidir con lo que se coincida pero también de decir no”, afirmó en una entrevista.

Cuando en 1985 participó en la fundación del semanario uruguayo Brecha junto a varios de los periodistas e intelectuales que habían estado en décadas anteriores en la icónica Marcha –él también–, dijo que su periodismo desde las páginas del nuevo medio sería irreverente o no sería.

Y lo fue, como lo habían sido sus crónicas de los sesenta, los setenta.

El hablar pausado de Eduardo, su calma contenida, eran eso: calma contenida que escondía una ironía a veces asesina detrás de unos ojazos azules que eran la envidia de cualquier congénere por la atracción que generaban.

“A mí me sorprendía con esa manera de clavar una frase como quien no quiere la cosa y hacerlo con elegancia de lord inglés, que un poco era”, lo recuerda hoy un compañero de redacción de Brecha, por entonces –primeros noventa – muy joven.

Nunca dejó de maravillarse ese periodista por la simpleza de los textos de Galeano, “una simpleza de la que algunos se burlaban pero que era de una eficacia mayúscula para lograr lo que querían: conmover para cambiar el mundo”.

“Aprovecho esta lectura para mandar un abrazo de muchos brazos a los pobladores de Famatina, Tinogasta, Andalgalá y otros que no se dejan engañar con los cuentos de las sanguijuelas modernas, que te venden buena salud mientras te acompañan al cementerio”, dijo en 2012 en la Feria del Libro de Buenos Aires, pensando en la gente de esos pueblitos del interior profundo argentino acosados por megaempresas mineras.

Estaba presentando el que sería su último libro, Los hijos de los días, y ante la risa del público agregó: “si la naturaleza fuera banco ya la habrían salvado”.


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