miércoles, 21 de diciembre de 2016

27 años de verdadero duelo por la invasión a Panamá

Por Briseida Barrantes Serrano | Kaos en la Red

Hay un duelo  real que llevamos los seres humanos  que  vivimos la infausta  madrugada,  desdichados días y fatales noches que duró la invasión militar de Estados Unidos a Panamá, iniciada en la madrugada de aquel miércoles  20 de diciembre de 1989.

Sin excusas, mientras dormía la gente en sus casas, llovieron ráfagas del cielo y prendieron fuego en El Chorrillo. Tronaron rayos de tiros en la Central, Calidonia, Panamá Viejo, Paitilla, El Dorado, Las Cumbres, Tocumen, San Miguelito, Tinajitas, Pacora, Amador, Arraiján, La Chorrera,  Río Hato,  Colón y en tantos otros recónditos lugares silenciados por el  espanto de las balas que volaban directo a los  cuerpos de compatriotas que combatían  a los invasores.  Ese  plomo letal  alcanzó a vidas  que  iban con el rumbo de  la noche triste,  el sol opaco o el atardecer sombrío.

La violencia desatada por las bombas de 2,000 libras, los bombarderos Stealth F-117,   helicópteros y lanzamisiles Blackhawk, el avión fantasma, cañones de fuego rápido de 30mm, entre otros tipos de armamentos bélicos embestidos sin pudor,  alcanzó la existencia  de niños, niñas, mujeres y hombres de todas las edades, todos los colores.  Sus sonrisas  las borraron y lloramos…

La masacre no discriminó orígenes ni profesiones. Un fotógrafo español que estaba cubriendo  los hechos junto a otros corresponsales internacionales, hospedados en el antiguo  Hotel Marriot, ocupado por las tropas yanquis, le fue aniquilada su libertad de prensa para siempre.  Unas tanquetas dispararon  hacia el sitio hotelero, mientras todos corrían a refugiarse,  los periodistas estaban en los alrededores del Centro de Convenciones  ATLAPA, vieron que algo cayó y  luego  que faltaba alguien,  se dieron  cuenta  que  los 32 años de Juantxu Rodríguez  fueron  acallados  estruendosamente. Una foto que tomó con su cámara, probablemente la última, viajó  por el mundo evidenciando  a los muertos que llegaron a la morgue del Hospital Santo Tomás. Esa imagen se convirtió en afiche de denuncia.  ¿Cuántos medios se acuerdan de él y  exigen su reparación?

Dos días  después, en medio del caos,  la invasión se llevó a mi madre enferma, ella  se quedó sin aliento y cerró sus ojos grises en ese amanecer turbulento de guerra.  No había ni una sola morgue disponible, todas estaban  abarrotadas de hijos e hijas de este pueblo. Y sólo una clínica particular tuvo  espacio.  Como no había ambulancias disponibles, el traslado se hizo largo. Para evitar un ataque, se utilizó  un carro que se adecuó a las circunstancias, con una bandera blanca que ondeaba en la parte delantera.  Dentro iban una enfermera y un médico uniformados para garantizar la travesía, se expusieron a los vehículos  Hummer, equipados con ametralladoras de alto calibre, que deambulaban libremente por doquier.  Ella y él  son héroes anónimos, como tantos que hubo, cuando emanó la solidaridad.

Tuvimos que esperar 7 días para realizar el  sepelio, porque el gobierno juramentado en Clayton se oponía a que se hicieran funerales, y de realizarse, pretendían  que no fueran masivos y  solicitaban no hacer misas para evitar que se juntara la gente.  Fue difícil para  todas las persona llegar al punto de encuentro en la iglesia y  más espinoso llegar al cementerio.  La despedimos dignamente.

Cuando llegamos al Jardín de Paz, en medio del dolor, las lágrimas y la impotencia, vislumbramos  a lo  lejos   unas  bolsas negras que eran  cargadas  y  lanzadas en una  excavación. Al principio no entendíamos, después… nos estremecimos… lloramos más.

Fue imposible esconder por mucho tiempo a una de las fosas comunes donde sepultaron a los mártires de la invasión. La lucha  se hizo fuerte  para que  abrieran esa fosa común, y todas las otras encontradas,  para  desenterrar a las víctimas,  identificarles y  darles honrosas sepulturas.   Helos allí,  en el mismo camposanto donde reposan los restos de mi madre. Sus  memorias  vivirán eternamente.

Son 27 años que llevamos  de verdadero duelo en lo más profundo de nuestro ser.  Igual que en 1989, seguimos exigiendo,  por derecho propio,  que se haga  justicia a las víctimas que ultimaron,  se reparen el daño moral, el trauma  que provocó  la guerra a como  los daños físicos  a las personas heridas,  enfermas y convalecientes.

Sigue siendo de urgencia notoria aplicar el derecho que tienen  las nuevas generaciones a conocer la verdadera historia de la invasión del ejército norteamericano al país que les vio nacer. Requieren saber que la ocupación militar fue un crimen de lesa humanidad, una agresión injusta que aún subyace en el subconsciente colectivo.

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