lunes, 21 de diciembre de 2015

Feria climática en París (COP21)

Foto: Naciones Unidas
Por Joan Buades | ALBA SUD

Mucha gente de buena fe a lo largo y ancho del Planeta está picando el anzuelo. Habría ocurrido lo imposible: una cumbre al más alto nivel de la gobernanza mundial se ha puesto finalmente manos a la obra y ha pactado un acuerdo “histórico” sin vencedores ni vencidos para proteger el clima común. 

Superado el fiasco egoísta de la de Copenhague el 2009, la Humanidad dispondría ahora de un acuerdo que superaría el Protocolo de Kioto de 1997 convirtiéndolo en universal y vinculante. En medio del caos y la desorientación global que está caracterizando al siglo XXI, al fin una buena noticia que insuflaría optimismo a una especie, la nuestra, asediada cada vez más por signos inquietantes de la proximidad del abismo. Con la garantía que, bajo la batuta del perseverante presidente Hollande, la nueva pieza de artesanía diplomática ha nacido con el apoyo de todos los grandes pesos pesados de la política mundial: de China a los EE.UU, pasando por India, Brasil o la UE.

Gracias a la finesse parisina, el acuerdo aseguraría un trato especial a las pequeñas islas del Pacífico i del Índico, la primera frontera amenazada per la subida del nivel del mar, así como para los estados menos desarrollados (EMD), es decir, aquellos con un nivel de renta no superior a un dólar al día, que padecen una precariedad social extrema y son económicamente muy vulnerables.

Pasada la euforia de los primeros días, llega la hora de hacer balance realista y objetivo sobre qué se habría avanzado en concreto en París. Como es lógico, la prueba del algodón tiene que basarse en el texto del acuerdo, que se divide en dos partes: la llamada “Draft Decision” (que ocupa 19 de las 31 páginas) y el Acuerdo propiamente dicho con un texto que contiene 29 artículos. El trasfondo en que tiene que interpretarse lo constituye el vacío legal provocado por la extinción en 2012 de los objetivos de reducción en los estados industriales previstos en el Protocolo de Kioto de la Conferencia Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Pues bien, hay que reconocer que en París se han firmado por unanimidad – pendiente de ratificación estado por estado por el conjunto de la comunidad internacional – dos declaraciones que suponen un antes y un después en la supuesta controversia científica sobre si el cambio climático tendría o no un origen antropocéntrico:

    Todo el mundo (desde los EE.UU a China pasando por Arabia Saudita y otras potencias fósiles) pretende “acelerar la reducción de las emisiones de gases invernadero [GEI]” porque “el cambio climático es una preocupación común (“common concern”) de la Humanidad”. De hecho, se llega a defender (en las páginas 1 y 2 del Acuerdo) el compromiso de “limitar el incremento de temperaturas a 1,5ºC”, un objetivo mucho más ambicioso que el actual (no sobrepasar un aumento medio de 2ºC a lo largo del siglo 21 respecto a la era preindustrial). Todo ello se sitúa en la línea de la preocupación de los estados insulares del Pacifico i el Índico que se juegan la supervivencia territorial en este medio metro de diferencia.

Simultáneamente (en la página 3), las partes reconocen, sin embargo, que la suma de les propuestas de acción de la comunidad internacional se acercará a los 55 gigatoneladas, un 40% más del que es tolerable si no queremos superar un aumento de 2ºC (40 Gt). Si el objetivo fuese realmente reducir emisiones para limitar a 1,5ºC el incremento de temperaturas, nos daremos cuenta de que estaríamos emitiendo casi el doble de lo que es soportable. Considerando que ahora mismo se están emitiendo unas 50Gt de GEI, estamos, pues, en un escenario de aumento y no de reducción de GEI. De hecho, nos encaminamos hacia un calentamiento adicional de entre 2,7 i 3ºC a finales del siglo 21.

En resumen, el titular es que se ha terminado el negacionismo climático y entramos en la era de la cooperación general contra el mayor reto compartido que ha tenido que afrontar la Humanidad a lo largo de la historia: como preservar y con extrema urgencia un pilar esencial para nuestra supervivencia como especie en el planeta Tierra. Han tenido que pasar casi dos décadas desde que climatólogos eminentes como James Hansen avisaran de la catástrofe en ciernes, aunque siempre es mejor tarde que nunca. Precisamente por eso tenemos que saludar estos dos avances cruciales respecto al desastre diplomático de Copenhague de hace seis años.

Reconocido esto, ¿existe concordancia con les disposiciones normativas del Acuerdo? Desgraciadamente no, de ninguna manera. Podemos detectar al menos seis grandes agujeros negros en el texto que ayudan a entender por qué este constituye, en realidad, una victoria sin paliativos de las transnacionales y los estados fósiles que hacen su agosto con el terrorismo climático. Sucintamente, son los siguientes:

    No se consigna ningún objetivo concreto de reducción ni ningún calendario a corto (2020), medio (2040-2050) o largo plazo (2100). En cambio, encontramos abundantes disposiciones sobre nuevas agendas de modificación o de aportación de planes estatales, que tendrán que ser entregados en 2020 con una perspectiva de revisión quinquenal (2025 i 2030). El ”error”, garrafal, contrasta radicalmente con el texto del Protocolo de Montreal de 1986, el único tratado ambiental que se ha cumplido, que prescribía con todo lujo de detalles (calendario incluido), por ejemplo en el artículo 2, el proceso de reducción y  de eliminación definitiva de gases como los CFC que deterioraban extremadamente la capa de ozono. Peor aún: París supone dar marcha atrás respecto al Protocolo de Kioto, ya que este, a pesar de todas sus insuficiencias, fijaba un objetivo cuantificado de reducción de las emisiones de gases invernadero en los estados industriales del 5,2% para el período 1997-2012.

    Por si fuera poco, la ausencia de objetivos concretos se agrava por la equiparación que se hace en el artículo 4 (página 21) de la reducción de los GEI con el recurso a los sumideros de carbono, es decir, con la captación y “secuestro” de bolsas de GEI en los océanos, en el subsuelo o en el espacio. Si bien es cierto que, después, se intenta arreglar proclamando que “las Partes reconocen que la necesidad actual de adaptación es significativa y que unos niveles mayores de mitigación [reducción] pueden hacer disminuir la necesidad de realizar esfuerzos de adaptación adicionales” (artículo 7.4), queda normativamente abierta la puerta a nuevos negocios por cuenta del volumen ingente de GEI a gestionar en lugar de poner el acento en la prioridad absoluta: la reducción universal, drástica y vinculante del conjunto de GEI en el Planeta. Hay que prepararse para un boom de nuevos yacimientos de mercados financieros, esta vez sobre el almacenamiento y externalización de carbono, similar a la burbuja del comercio de emisiones que hemos padecido en la última década, sin que pueda servir de nada a la protección concreta del clima bien al contrario.

    No solo vuelve a dejar fuera de los objetivos generales el impacto de la aviación y el transporte marítimo internacionales, que son la actividad singular más letal no regulada de ninguna forma en Kioto (el turismo actual, basado en el crecimiento infinito de los viajes internacionales, representaría hasta un 14% del conjunto de GEI), sino que, encima, evita cualquier referencia al petróleo, al carbón y al resto de energías fósiles. Traducido significa que se reconoce el problema pero se invisibilizan los principales responsables del apocalipsis en marcha. Esta falta de identificación de los causantes del caos global tiene mucho que ver con el hecho de que, por ejemplo, apenas 90 empresas han generado dos tercios del total de las emisiones letales para el clima desde el fin de la era preindustrial, entre las cuales  Chevron, Exxon, BP o Shell (por el lado norteamericano y británico) así como Aramco (perteneciente a la petromonarquía saudita), Gazprom (controlada por el estado ruso) o la Statoil noruega. Por lo tanto, ni las desideratas de aumento limitado de la temperatura son de recibo porque dejan fuera a un agente mayor del problema ni se cuestiona la raíz profunda, es decir, la base energética fósil dominada por unas pocas compañías privadas o estatales. Sin eso no hay solución creíble ni justa porque no deberíamos olvidar que el 10% más rico del mundo es el causante del 50% de las emisiones invernadero del conjunto de la Humanidad.

    En ningún momento, el Acuerdo no identifica les energías limpias, las verdes, como tales ni se establecen objetivos de substitución rápida de las fósiles como el petróleo, el carbón o el gas natural. A pesar de que disponemos de estudios solventes como el de Greenpeace sobre la viabilidad de proveer el 100% de la energía con fuentes renovables hacia 2050, el Acuerdo ni las nombra ni, consiguientemente, las promueve.

    Como en Copenhague, se vuelve a fijar el objetivo de que en 2020 se alcance una cifra mínima de 100.000 millones de dólares anuales por parte de los estados industriales para dotar de liquidez al Fondo Mundial previsto para hacer frente a las necesidades de mitigación y de adaptación dirigidas especialmente a los estados menos desarrollados e insulares. El problema estriba en que a día de hoy las aportaciones recaudadas son ridículas cuando la meta ya era la misma en 2009 y que, a diferencia de Kioto, no se ha dado a conocer el Anexo al Acuerdo de París donde deberían figurar los porcentajes de compromiso financiero de cada estado responsable. Así se distrae en la niebla la tensión existente en estados emergentes como China, India o los Emiratos Árabes Unidos para seguir siendo tratados en calidad de estados no industriales o, como mínimo, no suficientemente desarrollados de tal manera que, a pesar de que se han convertido en primerísimos generadores de GEI, puedan continuar siendo considerados receptores netos y no contribuyentes de capitales financieros potencialmente importantísimos. Con tal indefinición, los grandes perjudicados continuarán siendo África, los pequeños estados insulares agrupados en la AOSIS y las comunidades empobrecidas de Asia y de América Latina.

    Finalmente, y no es una cuestión ni mucho menos menor, París introduce el principio de no responsabilidad y de no compensación ante cualquier estado, comunidad o individuo que pudieran exigir su complimiento en un Tribunal (disposición 52, página 8 del Acuerdo). Hasta ahora se supone que prevalecía el principio de “quien contamina, paga” pero la COP21 lo ha dinamitado. Este punto esencial para evitar un futuro Tribunal Penal Internacional sobre el Clima o tener que hacer frente a una demanda masiva de reparaciones al estilo del que fue el caso de la demanda del Congreso Judío Mundial contra la banca y el gobierno suizos por apropiación de las cuentas judías “dormidas” desde la Segunda Guerra Mundial. Entre la élite fósil hay mucho miedo a que los estados y comunidades empobrecidas del Planeta, las grandes víctimas de la injusticia climática, recurran a instancias judiciales y exijan responsabilidades a estas 90 compañías y a los estados que las han protegido. Las reparaciones serían cuantiosísimas porque podrían incluir el coste del traslado masivo de millones de personas a otros lugares más seguros para sobrevivir así como la liquidación colosal de daños y perjuicios por el aumento del nivel del mar y la desertificación en zonas muy vulnerables. No hablamos de ciencia ficción: este verano, a raíz de una sentencia verdaderamente histórica, el gobierno de los Países Bajos ha sido obligado por un tribunal de La Haya a recortar las emisiones de GEI un 25% adicional antes de cinco años.

No hay duda de que este análisis a partir del propio texto aprobado en la COP21 viene a dar la razón a aquellos que, como el citado James Hansen, hablan de “fraude”, de que “solo figuran promesas pero ningún compromiso de acción”. París tiene que ser visto, de hecho, como un Copenhague bis, solo que con un márquetin diplomático más profesional, orientado a ofrecer a una Humanidad consternada e inquieta un placebo de auténtico compromiso global de los VIP del mundo en favor del clima común. En esta ocasión ha habido foto y abrazos de las élites políticas internacionales allí donde en la capital danesa el espectáculo acabó con una desbandada vergonzosa de los responsables gubernamentales más importantes ante las cámaras de todo el Planeta.

Mientras iba desarrollándose la feria de París, el Mediterráneo y Europa padecen un diciembre sin frío ni lluvia ni nieve, con temperaturas diurnas que se asemejan a las de abril. Como advirtió recientemente Michel Jarraud, el secretario general de la Organización Metereológica Mundial (OMM), “los niveles de GEI en la atmósfera han batido nuevos récords y en el Hemisferio Norte durante esta primavera la concentración media trimestral de CO2 ha superado la barrera de las 400 partes per millón[los climatólogos consideran que todo aquello que supere las 350 ppm disparará el aumento de les temperaturas per encima de los 2ºC al acabar el siglo actual]. 2015 será con toda probabilidad el año más caluroso desde que tenemos registro, con unas temperaturas en la superficie oceánica en niveles máximos históricos. Es probable que se supere el umbral de 1ºC de incremento de la temperatura media global. Son todas estas muy malas noticias para el Planeta”. No podemos, pues, perder más tiempo. Tenemos que impulsar un pressing masivo, mundial y desde abajo, sobre las grandes transnacionales y empresas fósiles antes de que el desajuste climático sea irreversible. Bill McKibben, ganador del Premio Nobel Alternativo como promotor de la iniciativa global a favor del clima común 350.org, ha resumido magníficamente la insubstancialidad de la feria parisina: “Se ha dado ya el tiro de salida: ¿por qué no estamos corriendo?”. Que no puedan dormir, que no puedan esconderse, las transnacionales y los gobiernos: necesitamos acelerar a fondo para salvar la bonanza climática que nos protege desde hace 11.000 años.

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